La cálida y arrebolada luz del amanecer, habíase ya
hecho dueña de las sombras. El cielo, era de un azul intenso
y transparente. Y aquel majestuoso lucero colgado
sobre el horizonte, ¡resplandecía como nunca!...
Me cruzaba con otras personas; y unas sonrisas de
mutuo agradecimiento y de comprensión se intercambiaban
entre nosotros…; ya, ¡no éramos unos extraños!
El trabajo, desde entonces, cobró para mí una nueva y
gratificante dimensión; quería aún más y mejor a mi
mujer y a mis hijas y… ¡a los demás! Mozart, Tchaikowsky,
Paganini…, me hacían vibrar y disfrutar, todavía
con más intensidad… Mi paso, era firme y seguro;
¡me sentía enamorado! Y mi espíritu se oreaba ahora
con una suave, fresca y deliciosa brisa, ¡henchida de fe
y de esperanza!
Ahora, servía mejor a mi Señor… Sentía su dulce, paternal
y limpia mirada…; su presencia, su cercanía…; y
ello, me hacía ¡inmensamente feliz!... Ahora, estaba yo
en el buen sendero; había aprendido a entender y a ‘saborear’
la vida, a amar… Y recordé aquellas maravillosas
palabras del poeta: ‘Nos ha sido concedido el más
sublime de los privilegios: dar. Y tú, ¡puedes dar!’.
Sí, yo podía dar: una palabra de aliento o de consuelo;
una sonrisa; un apretón de manos; un consejo; mi
tiempo, mi dinero, mi cariño, mi ilusión, mi fe… Y una
sincera oración brotó de mi alma, pidiéndole a Él que
siguiera ayudándome así, ¡que no me dejase desfallecer
ya jamás!...
olía arrebujarme después del cotidiano y duro trabajo,
en aquel vetusto y cómodo sillón. Compartía
mi tiempo, con mi pequeña y adorada familia
y con ‘mis amigos’, Brahms, Telemann, Beethoven…
Perdida la mirada en el cercano e inmenso mar,
un sinfín de pensamientos se adueñaban de mí, estimulándome
y animándome unas veces, e hiriéndome, atormentándome
y dejándome un sabor de acíbar otras. Yo
había intentado ser siempre auténtico, generoso, leal,
solidario… Pero, ¿tal vez manteniéndome – por un primitivo
instinto de protección – un tanto distante en mi
castillo? ... Y al
morir la tarde cada día, me sorprendía
invariablemente entre dubitativo y angustiado, con ese
noble, constante e ilusionado afán de transmitir mi mensaje
de optimismo, de paz y de fraternidad, pero también
con la insatisfacción de una inexplicable sensación
de obscuridad y de vacío, de fracaso…
Soñé algo formidable y decisivo aquella noche. Alguien,
me buscaba; y me hablaba y… ¡me quería! Y me
invitaba a trabajar en su obra prodigiosa.
Comprendí entonces con diáfana claridad el exacto
valor de las palabras amor y sacrificio. Y supe, que hay
que vivir en permanente alegría, aceptando nuestra limitación;
que es necesario despojarse del egoísmo y de
la comodidad; que jamás se debe dar cobijo a la desesperanza;
que es preciso, en fin, estar siempre alerta para
poder advertir la necesidad en los demás, y conseguir
así, entregarse a ellos, servir, ayudar, ¡ser útil!
Que es esencial no esconderse, ¡dar la cara! Y que es,
bajo este prisma, cuando la vida adquiere su auténtica
magnitud y su más hermoso significado.
Apenas despuntada el alba, abandoné mi fortaleza y
salí a los caminos. Iba con mis alforjas desbordantes de
entusiasmo, de humildad, de humanidad, de amor…
Me esforcé con ahínco, por hacerme pequeño y sencillo.
Y una idea fija, poderosa e indestructible, me alentaba:
¡los demás! Así, los busqué afanosamente; me
comuniqué con ellos; los escuché y traté de comprenderlos
y de ayudarlos, de hacer míos sus anhelos, sus
problemas… Y fue entonces, cuando descubrí que yo
no era nada; que Dios, en los demás, ¡era mi vida y la
razón de mi existencia!