a ceremonia de la confusión comienza cuando se
cambia el significado de las palabras y pasan al leguaje
popular con un sentido que no tienen. La demagogia
cultiva la ignorancia y vuelve la espalda
despectivamente a la Real Academia Española. El “progresismo” militante quiere vendernos la tolerancia como una
gran virtud. No lo es. Tolerar no es una virtud, es, en algunos
casos, una necesidad. Dice el DRAE: “Tolerar: sufrir, llevar
con paciencia”. 2. Permitir algo que no se tiene por lícito,
sin aprobarlo expresamente”. La voz “tolerancia” tiene muchas
acepciones, hasta seis, pero nos importa
En la misma medida que hemos de intentar perfeccionarnos
nosotros mismos debemos tratar de perfeccionar
a todo ser humano si, realmente, lo consideramos
hermano nuestro.
En la búsqueda del camino de la “equidistancia”,
del “igualitarismo moral”, el
principio de autoridad es un obstáculo.
Si hay autoridad no “vale
todo”. Tal vez cómo reacción al
totalitarismo de la época precedente,
se extendió por Europa, al
final de la II Guerra Mundial, una
corriente de desprestigio de la
autoridad que tuvo su apoteosis
durante las espectaculares algaradas
callejeras de Mayo de
1968, en Francia (el célebre y difundido “Mayo francés”).
España no se libró del contagio,
que empezó a manifestarse
con más virulencia a partir del
cambio político que se produjo a
la muerte del general Franco. Entonces
un sector, minoritario pero muy activo, de la sociedad española, liberado de un régimen
que
Ignacio Martínez Eiroa
Teniente General del Aire
Aunque sus defensores la exalten fervorosamente la tolerancia no es
una virtud. La tolerancia no es fe, no es esperanza, no es caridad;
tampoco es prudencia, ni justicia, ni fortaleza, ni templanza.
Toleramos por ignorancia, por miedo, por avaricia,
por ambición, por pasión desordenada; también toleramos,
a veces, por amor, cuando este desborda nuestra
voluntad y eclipsa nuestra inteligencia. Pero la tolerancia
es siempre la compañera de viaje de los débiles. No
de los carentes de fuerza material sino de los débiles de
espíritu puesto que “tolerar” es “permitir algo que no se
tiene por lícito sin aprobarlo expresamente”, es decir,
contra nuestra conciencia. Tolerar no es conciliar pareceres.
No es llegar a acuerdos. No es respetar opiniones
distintas a las nuestras. Es renunciar a defender principios
inmutables: la verdad, el bien, la justicia, la libertad,
la dignidad humana. Pongamos un ejemplo
intrascendente: si yo digo que el cielo es azul y mi interlocutor
dice que es amarillo no puedo aceptar como
solución de compromiso que el cielo es verde, pues faltaría
a la verdad, que es más importante que el color del
cielo.
La pregunta inmediata es ¿existe lo lícito y lo ilícito?
Y yendo más lejos ¿existe el bien y el mal, la verdad y
el error, lo cierto y lo falso? No existen para los nihilistas.
Pero ya 427 años antes de Cristo, Platón definió el
bien, la belleza y la justicia cómo verdades superiores.
Y, para los creyentes, negar la verdad y el bien es negar
a Dios. Los humanos nunca podremos alcanzar el bien
y la verdad absolutos, que son atributos de Dios, pero si
considerarlos como meta hacia la cual caminamos,
cómo la Estrella Polar que nos marca la ruta.
ángel de la iglesia de Laodicea: “Conozco tu
conducta, no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío
o caliente! Mas porque eres tibio y no frío ni caliente,
te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3).
Y los actores de la ceremonia de la confusión tratan
de equiparar “tolerancia” con “indulgencia”, con “voluntad
de conciliación”. Es una falacia. Indulgencia es
inclinación al perdón y esta actitud es siempre positiva
y cristiana. Debemos perdonar siempre; incluso a los
más abyectos criminales. Pero es nuestra obligación
hacerles ver su error, tratar de corregirlos y procurar
su arrepentimiento. Debemos de perdonar siempre a
las personas pero no aprobar ni consentir –si podemos
impedirlos– los actos contrarios a la verdad y al bien.
Aunque sus defensores la exalten fervorosamente
la tolerancia no es una virtud. La tolerancia no es fe,
no es esperanza, no es caridad; tampoco es prudencia,
ni justicia, ni fortaleza, ni templanza. No hay más virtudes.
Del ejercicio de las citadas procede la dignidad
de la persona humana y todas sus buenas
acciones.
La tolerancia, como “acción y efecto de tolerar”, es sufrir,
llevar con paciencia, permitir algo que no se tiene
por lícito sin aprobarlo expresamente. Pero permitir algo
que no se tiene por lícito, pudiendo evitarlo, es inmoral
y punible. ¿Por qué, pues, tolerar? ¿Por qué permitir algo
que no se tiene por lícito? ¿y, sobre todo, por qué ese
afán “progresista” de convencernos de que sólo los tolerantes
son buenos ciudadanos? Nunca seremos buenos
ciudadanos si toleramos el terrorismo, en cualquiera de
sus formas, si toleramos el genocidio, la opresión, el proxenetismo,
la esclavitud. Ninguna actividad que atente contra la vida o la dignidad de un ser humano es tolerable,
aunque se nos presente vestida con el favorecedor
atuendo de la “convivencia pacífica”. Si toleramos lo ilícito
debemos ser conscientes de que somos culpables.
Cuando lo que está en juego son
los fundamentos de la dignidad
humana, los que distinguen al
hombre de la bestia, hay que
tomar partido. El que dijo que
para que triunfe el mal basta con
la pasividad de los buenos, estaba
en lo cierto. Hay que proclamarse
beligerante contra el mal so pena
de ser cómplice.
Y el primer paso en esa ruta será distinguir el bien
del mal. Algunos sectores de ciertas sociedades modernas –entre otras, la nuestra– no consideran el bien
y el mal como valores absolutos sino adaptables a determinadas
circunstancias concretas de la sociedad y
subordinados a lo que denominan conveniencia política,
que no es más que el interés de un determinado
grupo, no siempre el más numeroso pero si el más
combativo. Tras la máscara de la tolerancia defienden
la equidistancia entre el bien y el mal, y en su afán
igualatorio llegan a la perversión moral de equiparar
a los asesinos con sus víctimas. Pero no hay equidistancia
entre el bien y el mal. En el mundo de los principios
el centro no existe.
Cuando lo que está en juego son los fundamentos
de la dignidad humana, los que distinguen al hombre
de la bestia, hay que tomar partido. El que dijo que
para que triunfe el mal basta con la pasividad de los
buenos, estaba en lo cierto. Hay que proclamarse beligerante
contra el mal so pena de ser cómplice. No
podemos ocultarnos tras una falsa inocencia. Lo escribió
el
Pero sin autoridad no hay estado de derecho; sin ejercer una legítima
coacción no es posible educar; y sin disciplina no existe organización.
La consecuencia directa del ejercicio de la autoridad es el orden, que
produce la armonía. La ausencia de dicho ejercicio es el desorden, que
provoca el caos.
consideraba autoritario en exceso, llegó a la
conclusión de que la autoridad y todas las instituciones
que hacen posible su ejercicio, eran perversas, salvo
aquellas, acordes con su ideario, que pudieran ser dirigidas
por ellos mismos. Se desencadenó entonces una
campaña contra la familia, la escuela, las fuerzas de seguridad
del Estado, los ejércitos, la administración de
justicia, la iglesia, e, incluso se fue debilitando la autoridad
del Estado por la cesión de excesivas competencias
a las Autonomías, sin advertir que los gobiernos que
ceden porciones de su legítima autoridad se comportan
como el loco que serraba las patas de la silla en la que estaba
sentado. Se justificaban dichas cesiones con el argumento
de que la gestión es más beneficiosa para el
ciudadano cuanto más próxima esté a él, lo cual no siempre
es cierto, pues una autoridad perversa es tanto más
dañina cuanto más cerca está.
Por otra parte el vacío de autoridad siempre tiende a
ocuparse, bien por organizaciones
Tolerancia, Autoridad y
Orden
L
la primera que
es a la que voy a referirme: “Tolerancia: acción y efecto de
tolerar”. La voz más parecida a “tolerar” es “transigir”,
pero esta es una voz áspera y tiene pocos simpatizantes.
cuyo origen es legal,
pero que, con demasiada frecuencia, manifiestan su
poder amparando y promoviendo acciones ilegales, o
por organizaciones antisistema, bandas de delincuentes que, por contraste, están solidamente jerarquizadas.
Al mismo tiempo que se socavaban los cimientos de
las instituciones se inoculó en la sociedad un virus que
provocaba el pudor de mandar, de ejercer la autoridad.
Los padres, los profesores, los mandos militares o de
las fuerzas de seguridad, más que de la eficacia de su
misión tenían que preocuparse de no ser tachados de autoritarios,
terrible baldón más temido que la peste, que
las leyes promulgadas a tal efecto castigaban con rigor.
Pero sin autoridad no hay estado de derecho; sin ejercer una legítima coacción no es posible educar; y sin
disciplina no existe organización. La consecuencia directa
del ejercicio de la autoridad es el orden, que produce
la armonía. La ausencia de dicho ejercicio es el desorden, que provoca el caos. (Dice el DRAE. Caos:
estado de confusión en que se hallaban las cosas al momento
de su creación, antes que Dios las colocase en el
orden que después tuvieron).
Todo lo creado responde a un orden. El caos es un “contra Dios” que la Naturaleza rechaza y no perdona.
Si la armonía del Universo –la música de las estrellas–
cesase, el Universo se destruiría. Hay una manifestación
de desorden de la cual todos conocemos sus fatales
consecuencias: las células vivas se reproducen
ordenadamente de manera constante, si, por una razón
que la ciencia ignora, empiezan a reproducirse desordenadamente
aparece el cáncer. La salud se recupera
cuando esa reproducción desordenada se interrumpe.
Todo lo creado responde a un orden.
El caos es un “contra Dios” que la Naturaleza
rechaza y no perdona.
La misión de cualquier gobierno es mantener el orden
social (justicia, libertad, seguridad, dignidad). El gobierno
que no cumple esta misión es una autoridad bastarda,
espuria, y está abocado a provocar el caos.
Casi todas las naciones de Europa, superada la fase de
post-guerra, han emprendido ya el camino de regreso del
País de las Maravillas y han vuelto al mundo real donde
los hijos obedecen a sus padres, los alumnos respetan a
los maestros, las víctimas son enaltecidas y los criminales
castigados, y la excelencia no se consigue sin esfuerzo.
Hay excepciones. España, desgraciadamente, es una de
ellas. Aquí aún se sueña con paraísos inexistentes, con el éxito sin esfuerzo, con la posibilidad de ganar sin riesgo
y de delinquir sin castigo, y se deslumbra a muchos bien
intencionados con fuegos de artificio. Vivimos peligrosamente.
Tal vez el mayor de los peligros sea el ataque constante
contra la unidad de España –el caos contra el orden–
que va consiguiendo éxitos parciales. Mientras el movimiento
centrífugo que se inició a partir del 78, y que amenaza
con trocear nuestra Patria, se siga reforzando con el
paso del tiempo debido a las torpezas de unos y la ambición
desmedida de otros, y convierta la Constitución redactada
con espíritu de concordia en un instrumento de
antagonismo, no se frene, pierda el impulso centrífugo, e
invierta el sentido de su marcha, corremos el peligro de
que España, la nación más antigua de Europa, vuelva a
hundirse en las tinieblas de la Edad Media, se disgregue
en clanes y banderías, y sea preciso amasarla otra vez con
sudor y sangre.